Baste saber que las derivas se habían iniciado tiempo atrás. Lentamente, la acumulación de datos, situaciones y circunstancias habían generado una serie de rápidos desplazamientos sin rumbo fijo. Continuidad y discontinuidad en las
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viernes, 14 de abril de 2017

CavilAndo


* CRÒNICA__

A veces parece que toda una vida puede ser resumida en una mañana. Digo parece, porque sin duda se trata de un ejercicio de simplificación, un ajuste parcial con el pasado. Sabemos de las ilusiones de la memoria, idealización e imaginación, potencia que alcanza a sostener una hiperreal peregrinación en el recuerdo. La nuestra fue campo a través entre cereales, una luminosa mañana de abril. Era Viernes Santo. Serpenteamos lentamente colina arriba, casi con los ojos cerrados, abriéndolos mucho en cada paso como si ya hubiéramos llegado, como si nunca hubiéramos marchado. El sol en lo alto dora el verdor del paraje, pero no deslumbra. Resuena dentro el sordo sonido del monte. Peñasco, adobe y teja en la abandonada aldea.  A lo lejos mi madre me señala donde su padre lidiaba con las colmenas. La higuera sigue asalvajada entre el muro y el roquedal, rondado nuevamente por los niñeríos. Más alla, en la pequeña plaza el piso y el cocedero se han vencido al campo. Está todo muy claro. No queda más que sentarse ante la puerta de la casa ahora abierta al azul del cielo. Observar y respirar la ausencia frente a los restos de la lumbre de la abuela, sentado cerca del hogar. Tras la larga voluntad del regreso, un breve estar. Tras la subida, reposamos. Por un fugaz momento permanecimos juntos en Las Cábilas.





Las Cábilas (El Peralejo de Arriba, Chillón, Comarca de Almadén, Provincia de Ciudad Real). Empezado el siglo XX una docena de familias jóvenes con sus hijos muchachos abandonan su natal Peñalsordo. Dejan atrás la Baja Extremadura, marchan de los Montes, de la Siberia pacense al corazón de la antigua Beturia de los Túrdulos, que fuera Soliense Bética y luego Balutia musulmana. Allí se detienen en un enclave de frontera, una esquinita interprovincial a vistas del camino de Córdoba, en las primeras estribaciones de la Sierra Morena manchega que incursiona yerma hacia la minera Almadén. Roturan (descuajan dicen ellos) y sólo la trágica Guerra Civil les impedirá hacer valer sus derechos de compra. Avanzada la dura posguerra, parte de aquellos primeros arrendatarios ya mayores y algunos de sus hijos acabarán el año '47 adquiriendo la propiedad al precio de 133.550 pesetas, que podrán pagar duramente gracias al carbón vegetal y al picón que en recias mulas mueven hasta el ferrocarril del cercano Chillón, y de ahí a calentar las capitales. Uno de aquellos jóvenes, luego hombre y padre de familia, labriego rudo y analfabeto, fue Ignacio Zarcero Pedrajas, mi bisabuelo materno, y una de aquellas singulares mujeres fue María Mora Mayoral, su esposa y mi bisabuela. La mariposa, según su apodo familiar, tuvo tres hijos: Andrés, Daniel y mi abuelo José, que pudieron cultivar sus correspondientes lotes en función del singular reparto propio de las sociedades cooperativas peñasordeñas, es decir, por hojas primeras, segundas y terceras, siempre según su distintiva calidad. A esta segunda generación de cabileños siguió una tercera, y como parte de ella mi madre Casimira pasó allí mucho de su infancia, revoloteando junto a su hermana Pepi. Corría la década de los 50 y la pequeña comunidad campesina alcanzó en su esplendor las 22 familias. Tal vez un centenar de lugareños compartieron sus días y laboreos en aquellas modestas casuchas levantadas con sus propias manos, pese a carecer de electricidad, agua, escuela, comercio, iglesia, veterinario o servicio médico.

Los desarrollistas 60 dieron final al asentamiento campesino. El pueblo próximo de Guadalmez vio bajar de Las Cábilas, así las llamaban despectivamente los guadalmiseños, a muchos de sus paisanos.  Algunos más tarde andaron a la emigración, marchando a buscar futuro en las industriosas ciudades que proliferaban en el lejano norte. Nos lo cuenta mi primo y cronista Alejandro García Galán: a medida que aquellas personas se desplazaban hasta otros lugares más habitables, las casillas de Las Cábilas se fueron quedando vacías por dentro y entre los deficientes materiales de su construcción y la falta de habitabilidad, se fueron derrumbando una por una. Hoy parece un fantasma pero sin vida; es como un gigantesco esqueleto de piedra informe, adobes y tejas rotas, donde otras veces hubo vida y bullanga, hoy hay silencio
 

** MEMORIA___

A finales de la década de los 70, el poeta Andrés García Madrid cantaba así a Las Cábilas, rememorando sus días desde la lejana y urbana Getafe:
 

"El Peralejo es: 
como un reloj, grande y redondo;
como un jardín en flor de jaras.
Entre las nubes y las espumas,
en la atalaya última de los cerros,
casucas de piedra, 
peladas y picudas,
como nidos de águilas.
El Peralejo es: 
como un amanecer de lomas,
de cerros cereales.
El mismo sol, idénticas noches,
sin jueves ni semanas,
es sólo fiesta de estrellas,
día de "cábiros", de "cinco chinas",
sueño de baraja:
rey de lejos... caballo de perdigón...,
sota de leña..., trío de dedos...
En el fogón el amor del puchero canta.
El Peralejo es: 
como un grillo callado,
una mítica, silenciosa estampa,
un cortijo descortijado,
una comuna de labriegos,
montes, pájaros, almendras...
Dos mulos machos, guijarros como puños
y todavía con el arado romano al cuello.
El peralejo es...
¡Si yo soy el Peralejo!
 

Cambiando de registro, de la lírica a la historiografía, el pensador François Hartog ahonda en la importancia que tiene la memoria en el marco del régimen de historicidad de las sociedades humanas, ese artefacto cultural que nos permite traducir y ordenar nuestra experiencia del tiempo para darle un particular sentido vital, existencial si se prefiere. Antaño los nuestros, con modesto empeño luchaban duramente en un presente comúnmente inmisericorde, cuando no mísero, si bien atinaban a proyectar su preciado vivir en la retención de un pasado que les hacía más competentes para el porvenir. En su relación con la temporalidad, la recreación de su memoria era una competencia individual y social clave en el seno de las sociedades tradicionales. Aquí, en la Europa campesina fue así al menos hasta bien entrado el siglo XX.

Por contra, en esto sí que hemos cambiado de régimen, ahora la actual vorágine posmoderna y su rabioso presentismo fácilmente nos domina hasta la incompetencia más acomodada, incluso hay quien sostiene que más superficial. Nuestra relación con la temporalidad (pasado-presente-futuro) sigue siendo una construcción histórico-cultural, como todo lo demás. Y también como todo lo demás es susceptible de naturalización, de instrumentalización interesada a poco que nos descuidemos. En absoluto se trata de volver al magisterio vital de la historia, nada de pasadas ejemplaridades a estas alturas. Tampoco hemos de patrimonializarnos en meros restos, vestigios que  conserven nuestra identidad individual o colectiva. Acaso sea cuestión de reelaborar nuestra relación con el tiempo. Reaprender a ser y a vivir. Encontrar un tiempo y un lugar, por nuestra cuenta y riesgo. Como hicieron ellos, pero ahora a nuestra manera. Una vez más.